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Displaying items by tag: Celebrating At Home

Hacia un amor más allá de las etiquetas
(Lucas 10:25-37)

El Papa Francisco dijo que la sociedad crea “una cultura del adjetivo” que prefiere etiquetar inmediatamente a las personas como buenas o malas. Jesús, dice, rompe la mentalidad que separa, excluye, aísla y menosprecia a la persona.
Un buen ejemplo de lo que dijo el Papa se encuentra en la parábola del Evangelio de hoy. El mismo hecho de que conozcamos la historia como ‘el buen samaritano’ parece indicar que es la excepción, que la mayoría de los samaritanos como ‘malos’. Así es como el público de Jesús habría visto a los samaritanos.
La idea de la hospitalidad, la acogida del extranjero y el cuidado de los necesitados ocupaban un lugar muy importante en las escrituras, la espiritualidad y la práctica judía. La práctica de estas virtudes fue reconocida por mucho tiempo como una respuesta a la Palabra (la Ley de Dios) puesta en el corazón del creyente. Es decir, actuar según el corazón de Dios.
Preguntar quién es mi prójimo (quién está ‘dentro’ o ‘fuera’) es una pregunta equivocada según Jesús. Más bien hay que preguntar: ‘¿Cómo debe actuar un miembro del pueblo elegido por Dios?’ En la parábola no es un miembro del Pueblo elegido quien actúa según el corazón de Dios, sino un forastero, un samaritano. Es él quien muestra cómo debe actuar un miembro del Pueblo de Dios con los necesitados.
No pregunta: ‘¿Quién es mi prójimo’, sino que demuestra ser un prójimo y una persona según el corazón de Dios, por la forma en que ayuda al hombre necesitado.
Esto es ‘amar con todo el corazón’. ¿Podemos nosotros hacer lo mismo?

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Misioneros del Reino
(Lucas 10:1-12)

En el camino a Jerusalén, Jesús enseña a los discípulos el significado de ‘seguirle’. Una parte de ese seguimiento es la proclamación del Reino: llamar la atención sobre el reino de Dios en el mundo y en sus pueblos.
Se percibe una sensación de sencillez y urgencia cuando Jesús envía a los setenta y dos a difundir la Buena Noticia de la presencia de Dios en la vida humana. El Evangelio, por supuesto, no trata de un envío histórico de setenta y dos personas. Trata de la misión de cada discípulo de Jesús. Difundir el mensaje del Evangelio no debe hacerse de una forma amenazante, sino ganando los corazones y las mentes mediante el ejemplo y la buena vida. El mejor modo de hacerlo es haciéndose vulnerable y centrándose en la misión que en la comodidad. El verdadero regocijo no consiste en la conversión de un gran número de personas, sino en saber que se ha cumplido la palabra y la voluntad de Dios.
Los discípulos no pueden permitirse el lujo de agobiarse con demasiadas cosas o entretenerse en conversiones ociosas (chismes). Deben ser portadores de la paz de Dios, una paz que sana, fortalece, alivia, libera y restaura. Se encontrarán  dificultades, pero los discípulos no serán vencidos.
Este es el motivo del regocijo cantado en la primera lectura del profeta Isaías. Dios actúa en medio del pueblo como una madre que nutre y un río que fluye trayendo alimento, paz, consuelo y deleite. La gente florece cuando reconoce y acoge la presencia de Dios.
Que esa presencia se vea y se siente siempre en nosotros.

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¿Quién decís que soy yo? (Mt 16,13-19)

En este punto del Evangelio de San Mateo, Jesús y sus elegidos han viajado y vivido juntos durante algún tiempo. Ahora les invita a explorar lo que entienden sobre su identidad. Incluso en su pregunta hay una insinuación explícita: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre ? Los discípulos cuentan a Jesús lo que han oído decir a otros: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas.
Jesús pregunta entonces a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Es Pedro quien añade al título «Hijo del hombre» el reconocimiento de Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Jesús nombra a Pedro hombre bienaventurado. Este mismo Pedro cuya fe vaciló cuando fue zarandeado por el viento y las olas, muestra ahora su apertura a Dios y reconoce a Jesús por lo que es. Pero este no es el final de la historia de Pedro. Hay altibajos en su respuesta, como vemos en otro pasaje cuando esta «roca» de fe se convierte en «piedra de tropiezo» para el propósito de Dios (Mateo 16,21-23).
A pesar de ello, Jesús nombra a Pedro «roca» sobre la que edificará la Iglesia. Pedro tiene un nuevo nombre y una nueva vocación. Esta iglesia tendrá que luchar contra las fuerzas hostiles que tratan de esclavizar a la gente en el pecado. Será un refugio seguro de libertad al ser la presencia viva de Dios.
El trabajo de Pedro consiste en utilizar las «llaves del reino» para abrir y liberar el reino de la gracia de Dios en el mundo. En este trabajo, hay que tomar decisiones para toda la comunidad de la Iglesia. Aquí, las palabras de Mateo sobre «atar» y «desatar» no tienen nada que ver con el perdón de los pecados. Son una especie de promesa de que las decisiones sinceras y honestas de las personas fieles cuentan con el respaldo divino. No significa que esas decisiones sean las mejores o las más perfectas. El discernimiento y la toma de decisiones forman parte de la tarea de ser discípulos que buscan juntos el camino del Señor; de ser la presencia viva de Dios en el mundo.
Finalmente, Jesús obliga a los discípulos a guardar silencio sobre su verdadera identidad para que su mesianismo no se confunda con la expectativa de la gente de un mesías que les libere de la ocupación romana. Pedro se parece mucho a nosotros. Realmente queremos creer, convertirnos en la presencia de Dios, pero no siempre parecemos capaces de hacerlo.
Tenemos grandes momentos de fe y momentos en los que sintonizamos profundamente con el corazón de Dios. La mayoría de nosotros también tenemos momentos en los que volvemos a caer en caminos estrechos y duros que no pueden contener el poder del amor de Dios. Pero el Evangelio nos asegura que, a pesar de nuestra debilidad y de las muchas maneras en las que podemos fallar, Dios sigue estando cerca de nosotros y la fe es un camino, no un destino.
En mis pensamientos, palabras y acciones, ¿quién digo que es Jesús?

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La real presencia de Cristo en medio de nosotros (Lucas 9:11-17)

La fiesta de hoy celebra el signo perdurable de la presencia de Cristo con nosotros en el Pan y el Vino de la Eucaristía. También celebra la presencia de Cristo con nosotros en la comunidad de la Iglesia. La Eucaristía es nuestro sacramento de comunión, no sólo con Cristo y Dios, sino también con todos los llamados a la comunidad cristiana. Nuestra comunión nos une a los demás en una unión sagrada de mente y corazón con Jesús.
La palabra ‘comunión’ significa compartir en común. En la Santa Comunión lo que compartimos en común con Dios y entre nosotros es Jesucristo presente en el Pan y el Vino. Otro significado de ‘comunión’ es tener una sola mente y un solo corazón. Es el Espíritu Santo quien nos mantiene en comunión de mente y corazón con Dios, con Cristo y entre nosotros.
Estamos muy acostumbrados a pensar que la Presencia Real de Jesús está en el Santísimo Sacramento. Pero, la presencia real de Cristo, también, está en la comunidad cuando se reúne en su nombre para escuchar la Palabra de las Escrituras, recordando lo que Jesús dijo y realizó en la Última Cena (la bendición sobre el pan y el vino y el lavatorio de los pies), cuando juntos comparten la Eucaristía, cuando salen y continúan compartiendo la eucaristía con actos de amorosa bondad, con palabras de ternura que alimentan la vida de los demás.
La Eucaristía no es un objeto para ser observado, sino una acción que se debe celebrar para que la presencia de Jesús continúe sanando y salvando.
Tal vez es necesario pensar más profundamente en la presencia real de Jesús en los seres humanos. El pan y los vinos no tienen ojos para mirar con amor, ni cara para sonreír, ni boca para pronunciar palabras reconfortantes, ni brazos para sostener al afligido y al enfermo, ni para echar una mano, ni oídos para escuchar el dolor. Pero nosotros sí.
De hecho, estamos llamados a convertirnos en la Eucaristía, que alimenta a los que nos rodean, con el alimento del corazón, con el respeto, con el amor, con la compasión, con la esperanza y el perdón.
También nosotros nos hemos convertidos en su cuerpo y, por su misericordia, somos lo que recibimos. (San Agustín)

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Dios encarnado en medio de nosotros (Juan 16:12-15)

Una rápida mirada a las lecturas de hoy muestra claramente que la fiesta de la Santísima Trinidad es una celebración del amor de Dios por la humanidad. Es un día para reflexionar sobre quién es Dios y no para tratar de entender el motivo por el cuál es tres personas y un solo Dios.
Hoy, el enfoque de la Iglesia está en la experiencia, no en la teología.
En términos intelectuales, Dios sigue siendo un misterio. Pero, para las personas de fe, Dios no es conocido con la mente, sino con el corazón. En esto consiste, la espiritualidad y la mística: vivir nuestra experiencia de Dios.
Por medio de nuestra liturgia pública, la oración personal y la contemplación llegamos a experimentar - a saber y sentir en nuestros corazones, que Dios nos ama, nos acoge, nos perdona y nos invita constantemente a experimentar más profundamente su amor.
Cuando dejamos que el corazón de Dios nos hable con amor en nuestro corazón, comenzamos a asumir en nuestra vida su propia vida. Estamos siendo transformados, nuestros valores y actitudes, nuestra forma de mirar y estar en el mundo comienzan a cambiar. Comenzamos a mirar con los ojos de Dios y sentir con el corazón de Dios.
Nos apasionan las cosas que le apasionan a Dios: hablar con sinceridad, actuar con justicia e integridad, velar por los demás y especialmente por los vulnerables, promover la paz y la comprensión, poner fin a la competencia y la discriminación, respetar la vida.
Esto nos hace ser mejores personas, nuestras vidas se convierten en una bendición para nosotros y para el mundo.
Eso es lo que significa vivir el gran regalo que Dios nos ha dado, el Espíritu de Jesucristo que ha sido derramado en nuestros corazones. Dios se encarna en nosotros y nosotros nos convertimos en administradores de la gracia y la vida de Dios.

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Miércoles, 04 Junio 2025 13:53

Celebrando en Familia - Domingo de Pentecostés

Que se vea el amor de Dios (Juan 14:15-16, 23-26)

En Pentecostés celebramos la venida del Espíritu Santo sobre el grupo de los primeros creyentes cristianos: los discípulos. El don del Espíritu Santo es la culminación de la vida, de la muerte y la resurrección de Jesús.
Sería un error pensar que este don fue dado solo en un momento de la historia. Al contrario, el don del Espíritu Santo es un acontecimiento continuo en la vida de cada persona creyente, está presente en cada etapa de la historia de la humanidad. El Espíritu Santo es la presencia de Dios en medio de nosotros, la forma permanente en que Jesús se hace presente en la Iglesia y en la vida de cada persona.
Hoy, no oramos para recibir el Espíritu Santo. El don del Espíritu Santo se nos ha dado por medio de los sacramentos del bautismo y la confirmación. Sin embargo, oramos para ser consciente de la presencia del Espíritu en nuestras vidas y estar disponibles para que el Espíritu crezca en nosotros y cambie progresivamente nuestras mentes y nuestros corazones a imagen de Jesús.
Con Pentecostés culmina la cincuentena pascual y, comenzamos de nuevo el Tiempo Ordinario. La fiesta de hoy nos recuerda que el Espíritu Santo está presente en los acontecimientos de nuestra vida cotidiana. De esta manera, permitimos que lo sagrado nos toque, nos sane y nos transforme a nosotros y al mundo que nos rodea.
La búsqueda espiritual es encontrar el corazón de Dios dentro del nuestro. Cuando estamos en relación con Cristo a través del Espíritu, los dones fluyen en abundancia. El Espíritu es la fuente de la reconciliación con nosotros mismos y con los demás. 
La reconciliación es esencial si deseamos ‘abrazarnos y protegernos’ en medio de la vida que nos rodea, especialmente en estos momentos. 
El Espíritu nos regala los dones de la sabiduría, la comprensión, el juicio recto, el conocimiento, la piedad y la maravillosa presencia de Dios. Pidamos que todos seamos agradecidos, mientras discernimos y decidimos cómo trabajar mejor, para fortalecernos mutuamente, dejando que el amor de Dios se manifieste en nuestro trabajo y en cada uno de nosotros.

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Llamados a ser la presencia viva de Dios (Lucas 24:46-53)

La fiesta de la Ascensión conmemora el regreso de Jesús al Padre. Jesús se va en cuerpo, pero se queda con nosotros por medio del don del Espíritu. El próximo domingo, celebraremos el don y la presencia del Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés.
El verdadero significado de nuestra fiesta de hoy no se encuentra en la partida de Jesús, sino en el modo en que convoca a sus discípulos para que vuelvan a formar una nueva comunidad encargada de difundir el Evangelio. Jesús envía a los discípulos a hacer discípulos de todas las naciones y a enseñarles su camino. Pero los discípulos no tienen que hacer todo eso, solos. Jesús les promete que estará siempre con ellos.
Jesús ha llamado al grupo de discípulos, disperso tras su crucifixión, para que vuelvan a él y los forme, frágiles y dudosos como son, en una comunidad para la misión en nombre de Dios. La tarea del Jesús histórico se ha completado; la tarea de la iglesia como Cuerpo vivo de Cristo acaba de empezar. Es reconfortante reconocer que Jesús no insiste en la perfección antes de llamarnos y confiarnos su misión.
Esta misión está autorizada por Dios y se nos transmite a través de Jesús. No se trata de una autoridad sobre los demás. En realidad, se trata de una llamada a actuar como Dios lo haría, fieles al corazón de Dios, tal como Jesús nos ha enseñado.
Desde la Pascua, hemos estado proclamando que Jesús está vivo. Las fiestas de la Ascensión y de Pentecostés nos ayudan a tomar conciencia de que formamos parte de una larga tradición de discípulos fieles. Tenemos nuestros defectos y carencias, pero
nuestra llamada es a dar testimonio y enseñar el camino de Jesús mediante el tipo de personas que somos, los valores y las actitudes que mantenemos, en pensamiento, palabra y acción, para ser la presencia viva de Dios en el mundo de hoy.

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Recordar y hacer presente (Juan 14:23-29)

La lectura del discurso de despedida (Juan 13, 31 - 17,26) continúa en el Evangelio de hoy cuando Jesús pronuncia una serie de promesas a los discípulos. 

Las primeras palabras dicen que los que aman a Jesús guardaran su palabra. No se trata de cumplir unas normas de circulación. Se trata de permitir que la palabra de Jesús transforme nuestros corazones y moldee nuestras vidas. En todo el evangelio de Juan, la palabra de Jesús se refiere a su amor ilimitado por el Padre y los discípulos. 

Otro tema favorito de Juan es que, al igual que el Padre y Jesús permanecen juntos en el amor, también llegarán a permanecer en el corazón del discípulo. Es este vínculo de amor el que crea la ‘morada’ de Dios en el corazón del discípulo. No hay separación con el Padre, el discípulo no necesita buscar un lugar celestial para experimentar la presencia de Dios. 

Jesús promete que el Padre enviará al Abogado, el Espíritu Santo, para ayudar a los discípulos a ‘recordar’, es decir, a comprender más profundamente las palabras y acciones de Jesús, especialmente su muerte y resurrección. Este recuerdo les hará presente a Jesús.

Permanecer en el amor de Jesús y del Padre aporta una paz que no puede encontrarse de otro modo en este mundo, por lo que los discípulos no tienen que tener miedo del futuro, ni siquiera de la inminente partida de Jesús. De hecho, si ya están habitando verdaderamente en la presencia de Dios y de Jesús en sus corazones, ¿por qué habría de perturbarlos su partida física?

Jesús no pronuncia estas palabras en el sentido de predecir el futuro, sino para preparar a los discípulos para que ‘recuerden’ y hagan presentes sus palabras y acciones en su propia vida.

Este Evangelio nos pide que nos preguntemos si somos realmente personas que recuerdan a Jesús y permiten que su Espíritu dé forma a nuestras palabras, pensamientos y acciones para que él siga estando presente para nosotros y para los que nos rodean.

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Despedida, gloria y discipulado de amor (Juan 13:31-35)

Estas palabras, pronunciadas durante la última cena de Jesús con sus discípulos, inician lo que en el Evangelio de Juan se denomina el discurso de despedida (13,31-17,26). Son las últimas palabras de Jesús a sus discípulos antes de su muerte.

Al ofrecer seguridad y consuelo, Jesús desarrolla varios temas que han sido introducidos anteriormente en su ministerio, incluyendo en particular la gloria, la morada mutua y el amor. Su punto principal es la experiencia de vida en Dios que tienen y seguirán teniendo los discípulos. 

La relación entre el Padre y el Hijo, que ha sido revelada en los primeros doce capítulos del Evangelio, Jesús la declara ahora realizada en los discípulos. La relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu se describe aquí con más detalle que en ningún otro lugar de la Biblia. Por tanto, en estos capítulos se encuentra la enseñanza más profunda sobre Dios y el discipulado en la Sagrada Escritura.

La primera parte de la lectura del Evangelio de hoy es un poco confusa, a menos que entendamos que la ‘gloria’ en la tradición bíblica tiene que ver con la revelación del Dios invisible. Así, en estas líneas hay un sentido de glorificación mutua: el Padre se revela en el Hijo y el Hijo revela al Padre en su muerte en la cruz. El Hijo revelará el amor del Padre de forma más evidente cuando entregue su vida.

Utilizando este modo íntimo de dirigirse a ellos, ‘Hijos míos’, Jesús comienza a preparar a los discípulos para la difícil realidad de su partida.

Así como Jesús ha sido el amor de Dios en acción en el mundo, ahora los discípulos deben serlo. El carácter indispensable de la permanencia en el amor queda subrayado por el uso del ‘mandamiento’. Es por su amor mutuo que todos los reconocerán como discípulos de Aquel que amó hasta dar su vida.

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Pastor y ovejas,
lazos de vida y amor (Juan 10:27-30)

El cuarto Domingo de Pascua es conocido como «el domingo del Buen Pastor» porque no importa el ciclo litúrgico que estemos celebrando siempre el Evangelio nos mostrará la imagen de Jesús como el Buen Pastor.
El oficio de pastor en la época de Jesús no se parece en nada a las grandes empresas agrícolas de hoy.
Para aquel entonces, un pastor solía tener a su cargo unas quince o veinte ovejas a las que acompañaba día y noche. Tanto el pastor como las ovejas se conocían. El pastor era responsable de mantener el rebaño unido y seguro, de conducirlos a buenos pastos, de sanar las heridas. Las ovejas dependían del pastor para vivir.
No es de extrañar que la imagen del Buen Pastor se hiciera tan popular como descripción de la relación entre Jesús y sus seguidores.
El Evangelio de hoy está lleno de calidez e intimidad en la forma en que habla de la relación de Jesús con nosotros.
Las ovejas que escuchan a Jesús le pertenecen (están en relación con él). Hay un sentido de intimidad en la idea de que Jesús conoce a cada una de las ovejas que le siguen. Él las conoce y ellas le siguen porque están unidas por el vínculo del amor.
Las ovejas tienen vida a través de su relación con Jesús, una relación que trae la vida eterna, no solo después de la muerte, las ovejas ya viven, aquí y ahora, la vida eterna de Dios.
Esta relación con Jesús y la vida eterna que conlleva no se pueden perder ni arrebatar.
Somos el regalo que el Padre hace a Jesús. Y como el Padre y Jesús viven en profunda comunión entre sí, nosotros también estamos atrapados en esta comunión de amor duradero.
Este amor que Dios nos tiene nos hace parte de la familia de Dios: Hijos e hijas predilectos de Dios.
Toda reflexión sobre Jesús como Buen Pastor nos hace recordar también que pastorear a los demás según el corazón de Jesús forma parte de nuestra vocación de discípulos.

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