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Celebrando en Familia - XXV Domingo del Tiempo Ordinario
Convertirse en un niño
(Marcos 9,30-37)
Las lecturas de hoy continúan los temas del domingo pasado acerca de Jesús como el «siervo sufriente» y la naturaleza del auténtico discipulado. En el camino a través de Galilea, Jesús continúa instruyendo a los discípulos de que sufrirá, morirá y resucitará, pero los discípulos parecen muy lentos para comprender y tienen demasiado miedo de preguntarle al respecto. Tal vez sea una terrible verdad que simplemente no quieren afrontar. Tal vez quieran que Jesús sea un "rey guerrero", un libertador que devuelva la grandeza a Israel y aplaste a los romanos. Quizás han comenzado a pensar en sí mismos como príncipes y gobernantes en este nuevo Israel.
Los discípulos no discuten entre ellos las cosas importantes que Jesús les ha dicho acerca de quién es él y su destino, sino se pelean sobre quién de ellos es el más grande, quién será el primero en la fila para recibir el honor, el poder y la gloria en el reino de Jesús.
Tomando a un niño pequeño como ejemplo, Jesús les dice a los discípulos que el verdadero liderazgo consiste en servir y dar sin esperar nada a cambio. Es difícil para nosotros comprender el poder de lo que Jesús dice y hace aquí. En su tiempo, a diferencia de ahora, los niños no tenían ningún estatus social ni valor alguno. Hasta la edad adulta no eran nadie. Acoger a un niño habría exigido que una persona dejara de lado todas sus ideas de autoimportancia y estatus de adulto para «encontrarse simplemente como un niño como un igual, como niño a niño». Esto es lo que Jesús les dice a los discípulos que hagan. Y lo más asombroso, Jesús continúa identificándose a sí mismo y a Dios con el niño pequeño.
Se trata de un desafío directo a la comprensión de los discípulos sobre el mesianismo de Jesús y a sus nociones acerca de Dios. «¿Hay que pensar en Dios como una especie de gobernante extraterrestre al que solo se le debe temer y servir? ¿o el Dios revelado por Jesús es un Dios cuyo principal gesto hacia los seres humanos es el de Uno que sirve, Uno que viene entre nosotros bajo la apariencia de un niño?» El gesto insólito de Jesús de abrazar a un niño en público expresa poderosamente la preciosidad de todas y cada una de las personas humanas a los ojos de Dios, por pequeñas, insignificantes o jóvenes que sean. Nosotros también somos abrazados por Dios en este momento.
Buscar la gloria no es la vocación del verdadero discípulo. Hacer cosas para obtener recompensas no es el llamado del verdadero discípulo. Dejar de lado la discriminación, el estatus y el poder para proclamar el amor, la compasión, el cuidado, la justicia y el perdón de Dios sí lo es.
Todo cristiano está llamado al liderazgo del servicio, es decir, a ser líderes en el desempeño del servicio.
cf Byrne, Brendan, A Costly Freedom - A Theological Reading of Mark’s Gospel (Sydney, St Paul’s, 2008), pp 152-153
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Celebrando en Familia - XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
¿Quién soy?
(Marcos 8,27-35)
Todos, al menos en cierta medida, conformamos nuestra identidad y nos medimos en respuesta a los comentarios e ideas de los demás. Desde pequeños nos enseñan a hablar, vestir y actuar para ser ‘aceptables’ para los demás. Por lo general, esto es
algo bueno, pero a veces puede ser terriblemente malo.
Los famosos, las estrellas del deporte y los jóvenes pueden llegar a ser tan vulnerables a las expectativas y reacciones del público, de los medios de comunicación y de los trolls de las redes sociales que acaban teniendo poca identidad propia, o desarrollan una idea muy distorsionada de su identidad.
Desgraciadamente, ambas experiencias tienen importantes repercusiones negativas en el bienestar mental de la persona.
El Evangelio de este domingo nos enseña a encontrar nuestra verdadera identidad. Tanto la ‘gente’ como Pedro tienen ideas acerca quién es Jesús. Para la gente, es Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas que volvieron de la muerte. Para Pedro, Jesús es el Cristo, el Mesías. Pero lo que sucede a continuación revela que Pedro y Jesús tienen ideas muy diferentes sobres quién es este Mesías.
Aunque Pedro entiende correctamente que Jesús es el Mesías, no entiende el tipo de Mesías que es Jesús. Quizá quería un Mesías que fuera un gran rey guerrero, poderoso y glorioso. No puede imaginar que su Mesías tendría el tipo de final del que habla Jesús.
Jesús llama a Pedro ‘Satanás’. Para que Pedro aprenda la verdadera identidad de Jesús y llegue a pensar con el corazón de Dios, debe 'ponerse detrás' (seguir a) de Jesús.
Los seguidores están llamados a renunciar a su falsa identidad (a menudo definida por lo que tenemos, por lo que trabajamos, por nuestras ilusiones) y a encontrar su verdadera identidad como hijo o hija amada de Dios a través de una vida derramada en el servicio amoroso a los demás (tomando su cruz).
A menudo pienso que los padres son los grandes ejemplos de lo que significa todo esto. Constantemente tienen que ir más allá de sí mismos, de sus propias necesidades, esperanzas y deseos, y sacrificar su tiempo, energía y dinero para cuidar de sus hijos con amor. Al hacerlo, a menudo descubren lo mejor de sí mismos.
En el Evangelio, Jesús, el verdadero Mesías, no aparece como un glorioso Dios-Rey, sino como el Siervo sufriente de Dios del que habla Isaías en la primera lectura. El camino del discipulado no consiste en la gloria propia, sino en el verdadero servicio, y en descubrir nuestra verdadera identidad como hijos e hijas amados de Dios.
Como discípulos de Jesús intentamos vivir nuestra vida como un verdadero servicio a nuestros hermanos y hermanas en el mundo. Pero no es posible hacerlo hasta que, y a menos que, nos demos cuenta de nuestra verdadera identidad y llamada como pueblo de Dios.
Entonces nos convertimos en una fuente de amor, misericordia, esperanza, compasión, justicia, verdad, preocupación y acción cristiana como servidores de Dios y de los demás. Eso es HACER el Evangelio.
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Celebrando en Familia - XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Desatando las ataduras
(Marcos 7:31-37)
Aunque la tecnología moderna y las redes sociales son ventajas, la gente puede sentirse profundamente aislada, apartada de quienes la rodean. Compartan algo de la experiencia del hombre del Evangelio de este domingo. No puede oír ni hablar correctamente. Viviendo en el mundo antiguo, eso debió ser una experiencia profundamente aislante, aterradora y frustrante para él.
La gente le pide a Jesús que le imponga las manos. En aquella época había muchos curanderos ambulantes, por lo que la petición de la gente no implica que conocían quién es realmente Jesús, solo quizás su reputación de curandero.
Jesús lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Ambos gestos son profundamente íntimos y un tanto confrontantes. Me pregunto cómo debió ser ese hombre. ¿Cuánto entendía lo que hacía Jesús? Siendo sordo, ¿sabía siquiera lo que la multitud había pedido a Jesús que hiciera por él?
Jesús mirando al cielo, suspiró y dijo ‘¡Effetá!’ -que quiere decir ‘¡Ábrete!’ De repente, el hombre puede oír y hablar con claridad. El aislamiento social del hombre ha terminado. Ahora puede entrar plenamente en relación con otras personas. El hombre se alegra, la gente se alegra y, aunque Jesús les mandó que no lo dijeran a nadie, cuentan la historia por todas partes.
Al narrar esta historia Marcos parece sugerir que, sin el toque íntimo y sanador de Jesús, permanecemos sordos tanto a la voz de Dios como a los gritos de los otros y, no estamos plenamente disponibles para relacionarnos con ninguno de ellos. Permanecemos cerrados y paralizados en nuestro interior, incapaces de escuchar la Palabra de Dios o de transmitirla a los demás. Pero una vez tocados por el poder y el espíritu de Jesús, nos abrimos a la Palabra hecha carne y a la visión de Dios para la vida. Nuestras ataduras internas, las cosas que una vez ahogaron la Vida dentro de nosotros, comienza a desatarse y empezamos a hablar con claridad de la preocupación amorosa de Dios por toda la humanidad en cada palabra y acción.
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Celebrando en Familia - XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Lavar los corazones, no las manos
(Marcos 7:1-8, 14-15, 21-23)
Este fin de semana retomamos la lectura del Evangelio de San Marcos. El tema del episodio de este domingo es la pureza ritual frente a la pureza del corazón. Los fariseos eran un grupo de judíos que se tomaban muy en serio la observancia. Junto con algunos escribas critican a los discípulos por «no seguir la tradición de los mayores» al no lavarse las manos antes de comer.
Este pasaje no busca profundizar el tema de la buena higiene, sino el de la práctica ritual. En la época de Jesús, los fariseos deseaban extender las leyes de pureza ritual a todo el pueblo ya que sólo se aplicaba a los sacerdotes. Jesús les acusa de sustituir la ley de Dios por leyes meramente humanas.
El segundo punto que Jesús señala es que no es lo que entra en una persona desde fuera lo que la hace impura, sino lo que alberga en su corazón y en su mente.
Nosotros también podemos caer en la trampa de pensar que nuestras prácticas rituales (ir a Misa, rezar el Rosario, etc.) son todas necesarias para ser buenos seguidores de Jesús.
Algunos cristianos parecen pensar que la práctica ritual consiste en estar a gusto con Dios; casi como «pagarle a Dios». Una vez hecho esto, son libres de hacer lo que quieran en sus acciones hacia otros seres humanos.
La enseñanza de Jesús en el Evangelio de hoy desafía ambos puntos de vista.
Es la conversión de nuestros corazones, no nuestras prácticas rituales, lo que necesita atención y es lo más importante para vivir la vocación que Dios nos ha dado. Si la bondad de Dios no se ve a través de nosotros, ¿dónde puede verse?
Jesús recuerda a sus oyentes que el mal no viene de afuera, sino de dentro. Según Jesús, estar en armonía con Dios no se consigue por medio de la práctica ritual, sino mediante la conversión interior de la mente y el corazón.
La verdadera religión, según la tradición de Jesús, no consiste en la práctica de ritos, sino en la forma de cómo nos tratamos los unos a los otros.
No son nuestras manos, sino nuestros corazones los que necesitan ser lavados.
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Celebrando en Familia - XXI Domingo del Tiempo Ordinario
Señor, ¿a quien iremos?
(Juan 6,60-69)
La fe en Dios que proclama el pueblo en la primera lectura del libro de Josué tiene eco en la profesión fe en Jesús que realiza Pedro en el Evangelio. Josué dice: Es hora de decidir, ¿Quién será vuestro Dios? El pueblo responde: Recordamos lo que Dios ha hecho por nosotros. No tenemos intención de abandonar al Señor nuestro Dios, a diferencia de algunos de los seguidores de Jesús en el Evangelio.
Nuestro viaje por los pasajes del "Pan de Vida" del capítulo 6 del Evangelio de San Juan llega hoy a su fin.
A lo largo de los últimos cuatro domingos, San Juan nos ha mostrado come Jesús es la Palabra viva de Dios que nos nutre y fortalece en nuestro camino; el pan vivo que se entrega (carne y sangre) para la vida del mundo; y el pan de la fe (en la lectura de hoy). Los que comparten el pan de la fe son los que han elegido creer en Jesús y seguirlo.
Sólo aceptando la vida de Jesús se puede entrar en la vida de Dios. Nos alimentamos de Jesús para que forme parte de nosotros y su vida siga creciendo en nosotros y nuestra vida quede atrapada en la suya. Esa vida nos atrae a la comunión con la vida de Dios. Nos convertimos en partícipes de esa vida, cuya conciencia se nutre y fortalece mientras comemos y bebemos.
Sólo aceptando la vida de Jesús se puede entrar en la vida de Dios. Nos alimentamos de Jesús para que forme parte de nosotros y su vida siga creciendo en nosotros y nuestra vida quede atrapada en la suya. Esa vida nos atrae a la comunión con la vida de Dios. Nos convertimos en partícipes de esa vida, cuya conciencia se nutre y fortalece mientras comemos y bebemos.
Juan nos quiere llevar a reflexionar como Jesús sigue presente y es fuente de fe y alimento en la vida de la comunidad cristiana después de la resurrección. La "presencia real" de Jesús está en la comunidad. Esa presencia es percibida por la fe y recibida como Palabra viva, comida y bebida, alimentando a los discípulos en su camino para ser la "presencia real" de Jesús en el mundo, el signo eterno del amor de Dios por todos.
En la Eucaristía nos reunimos en comunión unos con otros, con Jesús como la Palabra, con Jesús como el Pan y el Vino. Hacemos de forma sacramental lo que Jesús hace de forma real en nosotros. La Eucaristía nos enseña a vivir como discípulos cristianos y a estar en comunión con Dios y con los demás a través de nuestra comunión con Jesús.
Lo que comemos y bebemos físicamente se convierte en nosotros. Los alimentos cambian y transforman las células, la sangre, los músculos, los tejidos y los órganos. El propósito de la vida cristiana es que nos convirtamos en Cristo. Tener fe, ser alimentados por él nos cambia y transforma en su cuerpo y sangre para la vida del mundo. Nos convertimos en la presencia real de Jesús en el mundo de hoy.
Conexiones con la Eucaristía
Las palabras de los Evangelios de estos cinco domingos son paralelas a nuestra experiencia de celebrar la Eucaristía. En la misa hay tres "santas comuniones", no una. Está la comunión de los creyentes, cuando el pueblo de Cristo se reúne para celebrar la Eucaristía; la comunión de la Palabra cuando escuchamos juntos las Escrituras; y la comunión del Pan y del Vino cuando comemos y bebemos juntos. Estas comuniones son sagradas porque, a través de Cristo se realiza la comunión entre Dios y los seres humanos; y al mismo tiempo, Dios actúa alimentando, curando, redimiendo y formando el rostro de su Hijo en nosotros, para que seamos la presencia viva de Cristo en el mundo de hoy. Al alimentarnos de Cristo en la Palabra y los Sacramentos, también estamos llamados a alimentarnos y fortalecernos mutuamente en nuestro camino hacia Dios.
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Celebrando en Familia - XX Domingo del Tiempo Ordinario
Comunión con Jesús y entre nosotros
(Juan 6:51-58)
La primera lectura de este fin de semana cuenta cómo la Sabiduría ha construido una casa y ha invitado a los insensatos (los que aún no son sabios) a darse un festín con el alimento de su enseñanza.
Los que comen el pan y beben el vino de la Sabiduría perciben la acción salvadora de Dios y comprenden la vida a la que están llamados como pueblo de Dios.
Esta primera lectura nos introduce en la escucha de las palabras del Evangelio. Jesús es la sabiduría viva de Dios. Como la Sabiduría de la primera lectura, Jesús también nos invita a alimentarnos de él para que también nosotros lleguemos a ser sabios en los caminos de Dios, percibamos la acción salvífica de Dios en él, nos convirtamos en el pueblo de Dios y tengamos vida, no sólo ahora, sino para siempre.
En el Evangelio, continúa el diálogo entre Jesús y la gente. Esta vez discuten sobre cómo es posible que Jesús les dé a comer su carne. Jesús insiste en que si no la comen no tendrán vida en ellos y no tendrán vida eterna.
Subrayar el mensaje hablando de que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida conecta inmediatamente esta enseñanza de Jesús con la celebración eucarística. Es muy posible que los cristianos de la época de Juan utilizaran algunos de estos versículos durante su liturgia. Pero esta lectura no trata sólo de la celebración eucarística, sino también de lo que simboliza esa celebración: la vida misma de Dios hecha presente y visible en la persona de Jesús y recibida en los signos sacramentales del Pan y el Vino. Es la celebración de la comunión con Jesús y con el Padre. Siguiendo la enseñanza de Jesús, es también una celebración de estar en comunión unos con otros.
La relación íntima (estar en comunión) con Jesús, el "pan de vida", es la forma en que Jesús alimenta a su pueblo con su propio ser, su propia carne y sangre, todo lo que Él es. El alimento sostiene y apoya la vida y el crecimiento. Comer a Jesús es participar en la comunión de vida que comparte con el Padre y alimentarse de la vida misma de Dios. Así es como nos mantenemos y crecemos en nuestra relación con Dios. La vida eterna forma parte de compartir la vida de Dios.
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Celebrando en Familia - XIX Domingo del Tiempo Ordinario
El pan vivo que alimenta la vida
(Juan 6:41-51)
Al final del Evangelio de la semana pasada, Jesús dijo: Yo soy el pan de vida, los que vienen a mí nunca tendrán hambre; los que creen en mí nunca tendrán sed. En otras palabras, Jesús nos alimenta con el pan vivo de la Palabra de Dios, que es él mismo. Pero esta palabra sólo puede ser recibida por aquellos que creen, es decir, que están en relación con Jesús. El primer paso es reconocer de dónde viene Jesús (Dios).
Vemos al inicio del Evangelio de esta semana un gran ejemplo de incredulidad: las autoridades judías rechazan a Jesús porque saben de dónde viene y, por tanto, no puede ser ‘del cielo’. Una vez más son incapaces de leer el rostro de Dios en Jesús. Creen saber exactamente quién es Jesús: ‘conocemos a su padre y a su madre’. Y su atención sigue fijada en el pan que han comido, no en la persona que se lo ha dado.
Jesús les dice que dejen de quejarse e insiste en que sólo los atraídos por Dios pueden creer en él. Jesús insiste en que Dios atrae a las personas a creer en Él. Sólo Dios puede enseñar a quien oye y cree en la Palabra de Jesús. Por consiguiente, los que creen en Él tienen vida eterna
Jesús insiste nuevamente que Él es el Pan de Vida. Refiriéndose a su anterior conversación con la multitud (en el Evangelio de la semana pasada), Jesús dice que los que comieron el maná en el desierto están muertos; y los que coman el pan de vida que Él ofrece vivirán. La vida proviene de la relación (de la comunión) con Jesús.
El Evangelio concluye con la afirmación de Jesús, una vez más, de que Él es el pan vivo que ha bajado del cielo. Los que coman este pan vivirán para siempre. El pan que Jesús dará es su propia carne que será ofrecida en el altar de la cruz por la vida del mundo y entregada en signo profético en la Última Cena.
Si entramos en comunión con Jesús podemos convertirnos en el pan vivo a través del cual Dios sigue alimentando a su pueblo con sabiduría, compasión, esperanza, perdón y amor.
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Celebrando en Familia - XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Yo soy el pan de la vida
(Juan 6:24-35)
Continuamos nuestro recorrido por el capítulo 6 del Evangelio de Juan. Hace dos semanas Jesús se mostró como el verdadero rey-pastor, alimentando el hambre interior de la gente con la Palabra de Dios. La semana pasada Jesús sació el hambre de una gran multitud con una comida simple: panes y peces. El Pueblo, impresionado por lo que vio, quería proclamarlo como su rey-guerrero, aquel que podría liderar una revuelta contra la ocupación romana y que satisficiera todos sus deseos; por este motivo, Jesús huyó a las montañas.
Este domingo, la multitud ha encontrado a Jesús, quien los acusa de buscarlo sólo porque les había saciado con todo el pan que podrían comer, y no porque hayan comprendido que el pan era un signo del verdadero alimento que Jesús ofrecía: él mismo. Jesús les insta a trabajar por "el alimento que dura para la vida eterna". Trabajar por este alimento significa creer en aquel que Dios ha enviado: el mismo Jesús.
La multitud pide una señal que demuestre que deben creer en Jesús. Al fin y al cabo, dicen, Moisés dio a nuestros antepasados pan para comer en el desierto; ¿qué realizas Tú? Esta petición subraya la incapacidad para ver realmente la señal que ya se les había dado. Jesús reformula la cita de la Escritura: Es Dios quien les da el verdadero pan del cielo, el pan de Dios que da vida al mundo. Entonces le dicen: danos siempre ese pan.
Jesús les responde: Yo soy el pan de la vida, los que vienen a mí nunca tendrán hambre; los que creen en mí nunca tendrán sed. Jesús es el verdadero alimento para el hambre y la sed del corazón humano.
Para alimentarse de Jesús hay que creer (tener fe) en Él. Esto implica una relación personal con Jesús. Una vez establecida esta relación personal, todo lo demás encuentra su lugar apropiado y su verdadero propósito.
Nuestras relaciones nos alimentan y sostienen como seres humanos. Nacen del alimento del amor, la compasión y el perdón. Estar en una relación es estar en comunión con otra persona. Siempre sacamos vida de los que amamos y de los que nos aman. Lo mismo ocurre con Jesús. Para sacar vida de Él, para ser alimentados por Él, tenemos que estar en relación de amor con Él.
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Celebrando en Familia - XVII Domingo del Tiempo Ordinario
Somos alimentados para poder alimentar
(Juan 6:1-15)
Nuestra lectura del Evangelio de San Marcos se interrumpirá durante las próximas cinco semanas, ya que se nos invita a leer los pasajes del ‘Pan de Vida’ del capítulo 6 del Evangelio de San Juan, que constituyen una especie de meditación sobre quién es Jesús y qué sucede cuando nos reunimos en la Eucaristía: estamos siendo alimentados por Jesús en la Palabra y en el Sacramento, y al mismo tiempo nos envía a compartirlo los unos con los otros. En el Evangelio del domingo pasado, Jesús alimentó a la multitud, hambrienta de la Palabra de Dios con su enseñanza. Esta semana, Jesús también alimenta a la multitud con pan y pescado. Una vez más, Jesús es profundamente consciente de las necesidades humanas de los demás. A pesar de ser tantos, no sólo se alimenta a todos, sino que sobra comida. En el relato hay una sensación de superabundancia. Cuando Dios responde a las necesidades y provee a la gente, nunca hay suficiente; siempre hay más que suficiente.
Al ver lo que ha hecho Jesús, la gente cree saber quién es Jesús (‘el profeta que ha de venir al mundo’) y cuál debe ser su papel (un rey que les proporcionará todo lo que quieran). Pero tienen una idea equivocada sobre la realeza de Jesús. No es un libertador nacional, un líder político o un mago. Así que Jesús huye solo a las montañas.
En el Evangelio del próximo domingo, Jesús explicará en qué consiste realmente esta señal de alimentar a la multitud.
Al comenzar esta meditación sobre Jesús, el Pan de Vida, nuestros pensamientos se dirigen también a cómo podemos ser pan vivo para los demás; cómo podemos alimentar y nutrir con los panes que no perecen: la verdad, la justicia, el amor, la bondad, la compasión, la honestidad, la integridad, la fe, la esperanza y el perdón.
¿Qué palabras podemos decir, qué acciones podemos hacer que no sólo alimenten los cuerpos, sino que también alimenten los corazones hambrientos de consuelo, esperanza, perdón, justicia, misericordia, aceptación y amor? ¿Cómo podemos ser el ‘pan de Dios’ en nuestro mundo actual?
El ‘alimento’ nos ha sido confiado. Nos alimentamos para poder alimentarnos unos a otros.
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Celebrando en Familia - XVI Domingo del Tiempo Ordinario
Pastorear a los otros con el amor de Dios
(Marcos 6:30-34)
En la primera lectura, el profeta Jeremías se lamenta del pobre liderazgo que ejercen aquellos a quienes se les ha confiado el rebaño de Dios. Habla de los días venideros en los que Dios escogerá verdaderos pastores que cuidarán los rebaños y los apacentarán (alimentarán). La lectura también espera un verdadero rey-pastor de la casa de David, quien actuará con sabiduría, honestidad e integridad para cuidar del pueblo. Él “salvará a Judá” y será llamado: el Señor nuestra justicia.
En el Evangelio, Marcos muestra a Jesús como un verdadero pastor cuyo corazón se conmueve ante las necesidades de la gente y de sus propios discípulos. Los discípulos han regresado de su predicación y le cuentan a Jesús todo lo que les ha ocurrido. Estos pastores están agotados, pero la gente sigue acudiendo a ellos, tanto que no tienen tiempo para comer.
Jesús, movido por la compasión hacia ellos, los invita a un lugar tranquilo para descansar, pero la gente adivina a dónde va y los sigue. En lugar de despedir a la gente, Jesús mismo se pone a enseñarles mientras los discípulos descansan. Alimenta a la gente con la Palabra de Dios. Esto es lo que hace el amor gratuito, ¿no es así? Nos ayuda a ir más allá, incluso cuando creemos que estamos al límite de nuestras fuerzas.
Y es así como Jesús se encuentra con nosotros, también, como un rey-pastor, con una preocupación genuina por nosotros – no como un rey guerrero - con amenazas y castigos.
En el Evangelio del próximo domingo, Jesús alimentará a la multitud con los panes y los peces. Como un verdadero pastor, Jesús se ocupa de todas las necesidades y el hambre de su pueblo, alimentando tanto los corazones como los cuerpos. Se trata de un enfoque bien fundamentado que Jesús ofrece y que no ignora las necesidades y el hambre espiritual o corporal. Como seguidores de Cristo, nosotros también tratamos de ser personas que satisfacen las verdaderas necesidades y el hambre de nuestros hermanos y hermanas y de todos los que nos han sido confiados.
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