Sacramentos vivos del amor de Dios
(Marcos 6:7-13)
La primera lectura de hoy cuenta la historia de Amós, un hombre corriente que fue llamado por Dios a ser profeta. Amós, que cuidaba felizmente sus ovejas y sus sicomoros cuando Dios lo llamó, fue enviado a predicar a la gente que se había perdido tanto en su
riqueza, poder y autoimportancia que ya no podía mirar el rostro de Dios en los pobres, débiles y enfermos, a tal punto que los despreciaban. Como Amós, los discípulos del Evangelio son hombres corrientes. Ninguno, ni siquiera el propio Jesús, es un rabino formalmente encargado u ordenado, pero son llamados y encargados para predicar y curar.
El Evangelio debe ser presentado con sencillez y veracidad y sin afectación. Los discípulos cuando predican deben asemejarse a los hermanos y hermanas a los que se atreven a predicar. Tal vez un recordatorio de que él/ella no está por encima de aquellos a/para quienes predica.
Demasiada riqueza y demasiadas posesiones pueden obstaculizar fácilmente el anuncio del Evangelio, al igual que un sentido exaltado de la propia importancia. El Papa Francisco advierte constantemente a los sacerdotes y a los seminaristas contra el clericalismo (creerse por encima de los demás) y el arribismo (pensar más en el propio ascenso en la Iglesia que en la misión).
No todo el mundo podrá escuchar o aceptar el mensaje de los discípulos, al igual que la gente del pueblo de Nazaret no pudo percibir la presencia de Dios en Jesús. Pero no hay una tormenta de castigo.
Jesús, aunque herido, asombrado y aturdido, no toma represalias violentas. Por el contrario, intensifica y multiplica su misión enviando a los discípulos a otros lugares. Donde antes solo estaba Jesús, ahora hay otros doce que difunden la Buena Nueva y la curación. Los discípulos están llamados a proclamar el amor de Dios, no la ira de Dios.
Es la gente corriente, como tú y como yo, y no solo los encargados formalmente por la Iglesia, la que está llamada a mirar el rostro de Dios en nosotros mismos, en los demás y en el mundo que nos rodea.
Intentamos no perdernos en nuestro propio poder y riqueza y en nuestra propia importancia, que pueden cegarnos fácilmente de la presencia de Dios.
Esforcémonos por ser personas que se conviertan en sacramentos de la presencia de Dios para con los demás, que permiten a Dios ungir al pueblo de Dios con actos de amor, compasión, esperanza y curación.
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